Hace algunas semanas, la Academia Nacional de Educación rechazó el uso del llamado “lenguaje inclusivo” por considerar que no se deben “forzar” los cambios lingüísticos y, aún más, se ha presentado un proyecto que intenta llevar a cabo su prohibición con el argumento de que este lenguaje “desnaturaliza el idioma”.
Que el lenguaje entre en conflicto en las aulas, y en la sociedad completa, no es ninguna novedad. Hace poco más de 100 años, en 1909, en la revista fundada por Sarmiento, El monitor de la Educación, perteneciente al Consejo Nacional de Educación, el entonces inspector técnico, Nicolás Trucco, estableció que ciertas formas del lenguaje son incorrectas porque se alejan del “verdadero castellano”. Así, el Consejo Nacional de Educación rechazaba las flexiones verbales del pronombre vos, por considerarlo inadecuado, frente a una preferencia del pronombre tú, la forma que, entonces, era considerada prestigiosa. Por supuesto, la historia demuestra que el rechazo o la prohibición de determinadas formas lingüísticas por parte de las “autoridades” no han sido suficientes para evitar que el voseo se extendiera, pero no fue hasta 1982 que se lo reconoció y aceptó de forma oficial en el ámbito educativo (si leemos manuales escolares actuales, podemos observar todavía resabios del pronombre tú en muchas de las consignas).
El ejemplo anterior es solo uno de los muchos que sirven para ilustrar que el lenguaje es una construcción social viva que se forma y modifica de forma constante. La construcción del lenguaje no tiene que ver solo con cuestiones gramaticales, sino que se trata, también, de un campo de juego en el que se ponen de relieve cuestiones sociales e ideológicas que permiten a los hablantes entender el mundo que los rodea, conformando una visión del mundo a través de las palabras.
Por caso, el idioma español tiene vastos ejemplos de evolución, formación, influencias y desdoblamientos lingüísticos; el acervo lingüístico con el que nos comunicamos hoy en día no es el mismo que hace (el ejemplo del párrafo anterior lo demuestra) cien años.
En los últimos años, y a la luz de los movimientos feministas y las teorías de género, que muestran cómo el español perpetúa una mirada heteropatriarcal, el lenguaje se vio en el centro de debates, pensamientos y, sobre todo, de polémicas. De esta manera, el sector social que se manifiesta en contra del lenguaje inclusivo le ha arrebatado el báculo del análisis a los sociolingüistas y se ha expedido desde posiciones diversas, poniendo al lenguaje en una mesa de disección de la que extraen argumentos tan variados como desconocedores de los mecanismos lingüísticos.
En el español, el sexismo no se limita solamente a las designaciones morfológicas de género, sino que se extiende a otros términos del diccionario -basta con buscar las entradas “hombre público” y “mujer pública”–. La propuesta del lenguaje inclusivo, apela, entonces a una designación universal no masculina que se ve reflejada en el cambio de la “o” por la “e” ; designación que por otro lado, no es un invento nuevo, basta con ver adjetivos neutros terminados en “e”, tales como “paciente” o “inteligente”.
Las críticas y los argumentos que han llovido sobre esta propuesta van desde creer que el lenguaje se deforma hasta citar a la autoridad de la RAE.
Por un lado, el lenguaje es una construcción social constante que no se deforma; el lenguaje se desarma y se repliega, además, la historia del español ha demostrado que la prohibición o el rechazo de las llamadas “formas populares” en favor de las “formas prestigiosas” nunca consiguió que las primeras dejen de usarse . El rechazo o la incomprensión de un uso del lenguaje no tiene el poder de eliminar ni negar su existencia. Por otro lado, citar a la Real Academia Española como figura de autoridad también demuestra el desconocimiento de la manera en que esta trabaja: un nuevo uso del lenguaje debe estar lo suficientemente extendido para que sea incorporado en el diccionario, lo cual puede llevar décadas; y esto porque el diccionario no indica el uso que los usuarios deben hacer de la lengua, sino a la inversa: el diccionario recopila el uso que de la lengua hacen los hablantes.
El desarrollo de investigaciones lingüísticas ya ha demostrado con anterioridad que las evoluciones y transformaciones de las lenguas suelen tener su origen en las llamadas formas incorrectas, dialectales o argóticas, que terminan incluyéndose e integrándose a la norma, demostrando de esta forma que la corrección de una época consagra la incorrección de una época anterior.
El lenguaje inclusivo no se trata entonces de una imposición, como quieren hacer creer sus detractores; no se trata de un uso obligatorio, sino de una variedad del lenguaje que es tan válida como todas las demás variedades y que se encuentra, como el lenguaje mismo, en plena construcción (para dejarlo aún más claro, el español rioplantense con su voseo característico es otra variedad del lenguaje). A esto nos llevan, todavía más, los debates sobre la “e” y la “x”. Así, mientras la “e” apela a un sujeto neutro, no masculino, la “x”, intraducible en la oralidad, juega en el plano de la escritura y funciona oralmente de forma estratégica, pronunciándose de acuerdo con el auditorio al cual se dirija.
Minimizar la capacidad del lenguaje para entender la sociedad y el mundo que nos rodea, rechazar o querer cristalizar las nuevas formas por considerarlas incorrectas o vulgares, no hacen más que confirmar la idea de que el lenguaje se encuentra vivo, crea realidades y organiza el mundo en el que vivimos.
Colaboración de Soledad Rubiano.