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En los últimos años, el género de terror viene irrumpiendo en la literatura argentina como nunca. Novedoso resulta también que de entre los nombres que edifican y sostienen el género, derribando los prejuicios que lo circundan, resalten muchos nombres de mujeres. Y, aún más, hay un nombre que se repite como un eco: Mariana Enriquez.

Oriunda de la localidad de Lanús, en el sur del conurbano bonaerense, esta escritora, periodista y docente, suma premios por sus obras y agota reimpresiones en las librerías de una manera increíble.

Se habla de ella como la Mary Shelley argentina o como la reinventora del gótico por estos lados del planisferio. Su prosa es mordaz y escalofriante, nos incomoda y nos perturba, pero ¿por qué nos gusta tanto?

Si dejamos por un momento la excelencia de su escritura, la respuesta parece sencilla (y escalofriante): el terror de Mariana Enriquez es un terror tangible.

 

 

Acostumbrados a crecer con el cine slasher o con las novelas (y adaptaciones cinematográficas) de Stephen King, la narrativa de Enriquez nos obliga a contraer un pacto de lectura y de verosimilitud que nos provoca (en el mejor de los casos) adrenalina: lo siniestro está ahí, en el aire de la ciudad que recorremos todos los días, en Constitución, en el barrio de Lanús, en un viaje en auto al norte del país, en un vagón del subte que tomamos todos los días para llegar al trabajo. Los mundos en el universo de Mariana Enriquez son mundos totalmente amenazantes, y esto, a su vez, sumado a que son mundos que recorremos a diario. En sus relatos el horror no surge sólo de un elemento, de un suceso o de un personaje, no se da como una mera irrupción fantástica en un ambiente más bien realista; el horror habita el mundo por naturaleza, la amenaza está en los barrios, en la violencia estatal, en la violencia de género, en los cuerpos violentados una y otra vez que, devenidos en aberrantes, vuelven a cobrar venganza.
Los elementos del género gótico se reactualizan, en la autora, en la ciudad en donde ya no hacen falta cementerios ni castillos abandonados ni almas en pena para generar una atmósfera oscura: la mugre, el asco, la putrefacción, la dictadura, la corrupción, la muerte, lo espeluznante, lo místico y lo sobrenatural se mezclan con el color local hasta desembocar en una experiencia lectora cruda y aterradora.

Crudo y sin eufemismos, así es su terror. Por ejemplo, podemos encontrar en “Bajo el agua negra” un caso de gatillo fácil contra dos adolescentes que nos interna en la villa que rodea el Riachuelo, en donde lo siniestro irá creciendo por los pasillos donde suenan las cumbias y las murgas de carnaval atadas a un ambiente cada vez más ominoso; en “El patio del vecino” una asistente social que ha sido despedida por una negligencia cometida con dos niños que han quedado bajo su cuidado, recién mudada a su nueva casa, cree ver a un extraño niño encadenado en el patio de su vecino; en “Las cosas que perdimos en el fuego” cansadas de sufrir violencia de género y de ser quemadas por parte de sus parejas, un grupo de mujeres, en un pacto extremo, deciden prenderse fuego por voluntad propia; en “El chico sucio” un niño y su madre viviendo en un colchón a metros de la plaza de Constitución serán el foco de una historia tétrica y perversa.

La literatura de Mariana Enriquez emerge entonces como una pieza fundamental de la nueva narrativa argentina que no hay que dejar de conocer, leer y releer; resulta, en fin, en rehabitar los barrios que conocemos desde siempre, pero desde otra perspectiva: esta vez con puro terror.

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Cultura

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