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Tras la confirmación de los dos candidatos para la segunda vuelta electoral en Perú, no hay duda del evidente panorama de polarización que vive el país, con impactos profundos en forma y fondo respecto al quehacer político nacional.

Esto debido a que la contienda se definirá entre Pedro Castillo de Perú Libre (con 19 %) y Keiko Fujimori de Fuerza Popular (con 13 %). Uno, representante de un importante sector de izquierda de raigambre y perspectiva eminentemente popular y descentralista; y otra, la hija y heredera orgánica del exdictador Alberto Fujimori, y actual cabeza de una estructura partidaria que ha sido señalada, catalogada y judicializada como organismo mafioso y criminal.

Sobre Fujimori y su historial de corrupción y autoritarismo político se ha dicho ya bastante. Y no nos referimos al periodo dictatorial (1990-2001) que tanto impacto nocivo tuvo en el movimiento popular, la clase trabajadora y los derechos humanos en Perú, sino del trajín de la propia Keiko y su carrera política que inicia “independientemente” a partir del 2006 cuando asume como congresista y cabeza de bancada. No nos ocuparemos ahora de hablar del talante neoliberal y afín a la ultraderecha nacional y regional del fujimorato, ni de su consabida alianza con la oligarquía local a través de millonarios financiamientos (hechos públicos luego de una intensa investigación fiscal) o de sus probados nexos con el gran capital regional en el rubro de la construcción, sino del otro candidato. El nuevo outsider de la política nacional quien, a pocos días de la primera vuelta, nadie tenía en los cálculos victoriosos. Un sindicalista de base y rondero campesino, que salió de las filas magisteriales para hacerse de un nombre en el escenario político contemporáneo.

 

El hombre debajo del sombrero

 

Pedro Castillo es oriundo de Cajamarca (sierra norte de Perú), tiene 51 años, es un hombre nacido y forjado en el fragor del trabajo agrario. Moldeado por su profesión de maestro y conocedor de la realidad de las regiones del interior. Obtuvo notoriedad en 2017 al dirigir una huelga de profesores en varias regiones del país, que se extendió por 75 días en rechazo al gobierno de Pedro Pablo Kuczynski. En dicho proceso se puso en evidencia las fricciones y fracturas al interior del Sindicato Unitario de Trabajadores en la Educación del Perú (SUTEP) que durante décadas se mantuvo bajo control dirigencial del Partido Comunista del Perú – Patria Roja, generando permanentes rechazos de bases regionales en desacuerdo con las practicas “oportunistas, entreguistas o claudicantes” de la cúpula dirigencial. En este contexto es que Castillo es visibilizado como vocero y líder de una gran facción de base que busca “recuperar” el sindicato y reconstruirlo desde la dinámica regional, contraria el centralismo hegemónico de Patria Roja desde la capital.

Tres años después, en 2020, anunció su candidatura presidencial representando a Perú Libre luego de que el líder de dicho partido, Vladimir Cerrón, fuera inhabilitado y condenado a tres años y nueve meses de prisión suspendida por negociación incompatible y aprovechamiento del cargo cuando era gobernador de Junín (sierra central). Justamente, este hecho ensombrece directamente a la estructura que rodea a Castillo. Asimismo, vale mencionar que este partido no es de cuño explícitamente “marxista leninista” o “maoísta” como sus críticos señalan, pese que a Cerrón sí se describe como “socialista de izquierda, marxista, leninista y mariateguista”, y su plataforma orgánica apuesta por la nacionalización de los recursos y la industria, el aumento de la financiación de la educación y la creación de una nueva Constitución que anule la impuesta por Alberto Fujimori a inicios de los 90.

En tanto, Castillo no es una figura con tradición de formación política de izquierda, es más bien un dirigente social que asume roles dirigenciales cuando la asamblea lo decide y busca aperturas en espacios políticos que puedan darle voz. Es así que, en 2005, se afilia al partido Perú Posible del expresidente Alejandro Toledo, de clara apuesta neoliberal y “centroderecha”. A esto, podemos sumarle su perfil evangélico que lo ha delineado como una persona conservadora y tradicionalista (siendo, por esto, saludado incluso por excandidatos de la ultraderecha fundamentalista).
Sin embargo, dentro del fragor de la campaña, “el profe” (que es como le llaman sus seguidores) ha sabido sostener un discurso frontal basado en el plan de gobierno de su partido que ellos han denominado “contestatario con el neoliberalismo”, con claros posicionamientos desde una izquierda provinciana y emparentada con las oleadas antiimperialistas regionales, pero incluyendo aspectos polémicos en clave conservadora (rechazo a: enfoque de género, derechos sexuales y reproductivos, matrimonio igualitario, etc.) que lo han distanciado del asunto programático de Verónika Mendoza y su convergencia Juntos por el Perú, quienes levantaron banderas ligadas a sectores feministas, de disidencias sexuales y grupos étnicos. Sin embargo, dentro del “abanico antisistema”, Castillo fue visto más a la izquierda y Mendoza más centrada desde la socialdemocracia.

 

Del campo a la ciudad

 

El resultado de la primera vuelta sorprendió a Lima y a los medios de comunicación internacionales (la CNN de Perú no tenía una foto de Castillo para colocar en sus imágenes y tuvo que recurrir a una silueta general). La atención que prestaron a los candidatos mejor posicionados o a los que contaban con apoyo capitalino, ignoró a la masa de votantes de provincias que están profundamente insatisfechos con el statu quo político y económico de Perú. Hace un mes, “el profe” lograba, con las justas, asomarse a un 3 % o 5 % y se mantenía en el bolsón de los “otros”, por lo que todas las luces y baterías macartistas estuvieron enfocadas contra Mendoza a quien señalaron delirantemente de “terrorista”, “chavista”, “senderista”, “comunista”, etc.

Castillo pasó inadvertido para las encuestadoras y los opinólogos de la derecha. Incluso desde la oficialidad de la izquierda criolla y sus análisis posmodernos, no se tomaba en cuenta el discreto encanto del cajamarquino y su arrastre en regiones históricamente diferenciadas y “ajenas entre sí” como el sur (Puno, Arequipa o Cusco) con el norte (Cajamarca, Amazonas, etc.) donde tuvo enorme acogida, desplazando incluso a otros candidatos nacidos en dichas regiones y con mayor maquinaria de prensa y propaganda. Y esto se reflejó cuando el pasado 11 de abril, el primer lugar lo obtuvo Castillo, dejando a Verónika Mendoza en un quinto lugar, con un 8 %. ¿Cómo explicar estos resultados?

El Perú vive una fractura sociopolítica y cultural de alcance histórico. Con un centralismo abusivo y excluyente que insiste en creer que todo nace y muere en Lima, y que fuera de la capital no existe país, salvo para necesidades turísticas y/o comerciales (extractivismo, principalmente). Con un racismo enraizado en la idiosincrasia nacional, heredera de la brutalidad colonial. Con una política galopante de divorcio entre la modernidad urbana y el desmantelamiento rural. Con extensas regiones devastadas por la depredación de las corporaciones transnacionales que han operado impunemente en las últimas décadas, robando, saqueando y exterminando otras formas de economía y organización comunitaria. Con una casta política destinada a defender los intereses de la burguesía nacional heredera de la oligarquía terrateniente que se resistió a desaparecer con la reforma agraria (1968-1974). Con una partidocracia elitista y corrupta que solo aparece en los rincones del país en jornadas proselitistas pero que después desparecen miserablemente. Con un Estado indiferente y violento que arrasó comunidades, etnias y sectores sociales, bajo el pretexto de la “lucha antisubversiva”. Con todo eso y más, era natural la fermentación de un proyecto político de masas que se construya desde la marginalidad hacia la toma del poder político por asalto.

Tras la caída de la dictadura fujimorista fue muy poco lo que quedó al interior del país en términos organizativos desde el campo popular, pues se implementó una desarticulación sistemática de federaciones obreras y gremios campesinales. El sindicalismo provinciano y sus relaciones con los sectores socialistas fueron perseguidos y prácticamente desaparecidos, por lo que, para efectos electorales, no hubo candidaturas claramente de izquierda en las dos últimas décadas. Por ello, la candidatura de Mendoza en 2016 fue visto como una posibilidad latente de aglutinar las fuerzas democráticas y progresistas con mejor cohesión. Ella quedó en un tercer lugar expectante y con una bancada visible para generar oposición al gobierno neoliberal de PPK. Lo que transcurrió en los años venideros hasta hoy, es un cúmulo de avances y retrocesos que incluyen un cierre del Congreso, una vacancia y la elección de un nuevo Legislativo, donde la izquierda representada por el Frente Amplio (coalición por la que inicialmente postuló Mendoza) tuvo un papel cuestionable y que le ha significado duros rechazos desde la población movilizada (votaron a favor de la vacancia junto a la derecha y fueron señalados como parte de los responsables de la imposición del régimen espurio de Manuel Merino que llegó con represión y muerte).

 

Este panorama generó un recambio dentro de la percepción ciudadana hacia la izquierda en general. Hoy, el votante izquierdista debía elegir entre tres opciones: Perú Libre (PL), Juntos por el Perú (JPP) y el Frente Amplio (FA). De esta gama de posibilidades, JPP, a todas luces, era el mejor posicionado, pues contaba con mayor presencia mediática, cuadros técnicos de mayor experiencia y prestigio, lista congresal con mayor visibilidad entre la población y el carisma de su candidata Mendoza. Mientras que FA se fue desmoronando severamente, perdiendo bases regionales y militancia que renunciaba por desacuerdos con la falta de democracia interna y en rechazo al caudillismo de su candidato Marco Arana. Por su parte, PL fue visto como el sector más intrascendente, pequeño y prescindible. Nadie se ocupó de su discurso “incendiario”. Cabe mencionar que meses antes de iniciar la campaña electoral, se dieron intentos de alianzas entre estos y más grupos; pero entre idas y venidas, terminó por no consolidarse ninguna relación unitaria y, por el contrario, dispersó aún más las simpatías nacionales dentro de la fragmentada izquierda.

 


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