Ha pasado casi un año y medio de la revuelta popular Chilena, en donde en Octubre del 2019 millones salieron a las calles para desmontar ante los ojos de la élite político-económica criolla y de la opinión pública mundial
que el paraíso de Friedman -o como lo llamó el mismo Presidente Sebastian Piñera unos días antes de que todo explotara- “el oasis” en medio de una región tan inestable como lo es Latinoamérica.
Sin duda alguna hoy no es el mismo país y no solo por la pandemia que nos ha azotado a todos y todas, sino porque el derrumbe institucional del radicalismo neoliberal sufre todos los días nuevas derrotas y la situación sanitaria ha acelerado este proceso, en donde amplios sectores de la población se encuentran en una constante movilización y el Estado tal como está concebido desde la moribunda Constitución Pinochetista de 1980 no es capaz de dar soluciones y la única herramienta de control a la que puede acceder son las fuerzas armadas y del orden.
Y es aquí a donde quiero apuntar.
En toda Latinoamérica tuvimos en la segunda mitad del siglo XX múltiples dictaduras, en donde el exterminio, tortura y desaparición fueron la política pública por excelencia de la elite para mantener sus privilegios ante el movimiento popular cada vez más potente.
Luego de caer dichos regímenes, la consigna por excelencia fue el “NUNCA MÁS”, esto sin duda gracias a la valiente lucha de distintas organizaciones de derechos humanos como las Madres de plaza de Mayo en Argentina, la Agrupación de detenidos desaparecidos en Chile y tantas otras a lo largo y ancho del continente . También en algunos países se creó una institucionalidad y museos de memoria que recordaban a la población de los horrores del pasado.
Todo ese discurso transversal de la elite política y los organismos diseñados para que los crímenes de antaño no volvieran a ocurrir no pudieron evitar que nuevamente el olor al Chile del 73’ estuviese presente, porque junto con el despertar del pueblo ese 18 de Octubre del 2019, también despertó la bestia que estaba dormida para salir a defender los intereses de la oligarquía.
En los barrios marginales aparecían artistas colgadas como Daniela Carrasco “La Mimo”; en regiones militares acribillaban a un rapero de origen ecuatoriano como Romario Veloz; en la salida del Estadio de Colo – Colo le pasaban por encima un camión para transporte de equinos al barrista y luchador social Jorge Mora Herrera más conocido como “El Neco”. Y así 43 personas fueron asesinadas en esos meses de protesta diaria.
Así también más de medio millar de jóvenes fueron mutilados perdiendo uno u ambos ojos, como los emblemáticos casos de Gustavo Gatica y Fabiola Campillay, además de miles de denuncias por tortura y violaciones en centros de detención.
A pesar de todas las constataciones de violaciones sistemáticas a los DDHH por organismos nacionales e internacionales, a la fecha es casi nula la justicia que han recibido las familias ó los y las afectadas de estos atropellos a la dignidad humana, ya que el sistema judicial se ha encargado de dilatar, encubrir y prestar todas las herramientas necesarias para garantizar la impunidad.
Tal cual lo vivieron nuestros padres y abuelos, ahora somos nosotros quienes debemos formar la AFAAE (Agrupación de familiares y amigos de asesinados en el estallido social) para de alguna manera perseguir a los responsables materiales y políticos de tal barbarie, y en ello nos encontramos con mujeres e hijos que llevan casi medio siglo persiguiendo lo mismo.
Ha pasado casi un año y medio de la revuelta popular Chilena: la vergüenza sigue gobernando, los muertos viven en nuestros corazones y nos quitaron los ojos para poder ver que siempre será mentira el nunca más de los siempre menos.
Escrito por Fernando Bermello
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